Jardí ‘Serra de Mariola’, Alacant.

Empecé mi jardín experimental en 2019, un proyecto personal contra viento y marea. Contra viento y altas temperaturas, más bien. Llevaba años planeando transformar una de las zonas más difíciles del jardín familiar: unos 120 metros cuadrados de tierra pedregosa y compactada, con un subsuelo durísimo y además enmarcado por las peores vistas de toda la parcela. Arranqué con pocos medios, a caballo entre Madrid donde vivo y con una familia maravillosa que me apoya en todo, pero para quienes la jardinería es una lengua alienígena. Pero con tozudez.

Dejé la primera tanda de especies plantadas sin riego automático instalado, con un buen hoyo de plantación a lo Olivier Filippi y con unos cuantos padrenuestros rezados. Siguió un otoño de viento poniente feroz que nos arrancó un algarrobo joven de cuajo, más temible que el sol de agosto, pero después vino una de las primaveras más lluviosas que recordamos. Mi pobre madre bajaba a regar con la manguera sin saber si apuntaba a una gaura o a unas matas desgarbadas de hierbajos adventicios. Pero ahí estaba mi jardín, balbuceante, imparable. Durante los siguientes meses seguí sudando, deslomándome, tachando una larga lista de pendientes: más desbroces, más cavas, más plantas desde Barcelona, a por frutales, ¡por fin llega un fontanero!, a por triturado de corteza de pino, ¿debería haber probado con áridos?, se nos echa el calor encima, a reponer marras…

En apenas un par de años, el cambio que ha experimentado este rincón sorprende a la familia, a quienes nos visitan; también a mí mismo. Este jardín forma ya parte de mí. Aquí aprendo, aquí trabajo, aquí puedo, a diferencia de otros jardines que diseño donde imperan otros ritmos, estirar el tiempo y disfrutar de cada pequeño cambio como triunfos y fracasos sobre el devenir del tiempo.

Muchas de las especies provienen del fantástico vivero en Barcelona Sala Graupera.