Campos «sucios»: contra la desbrozadora.
VolverLos gestos más sencillos pueden acarrear transformaciones profundas. Nada de lo que se ve aquí existía el año pasado. Nuestra parcela se sometía, como tantas otras, a un gran desbroce a finales de primavera, una práctica casi secular, incuestionable. El pretexto general era el de «la limpieza» y, si uno intentaba rascar, «ya ya, pero ¿por qué hay que limpiarlo?», enseguida se esgrimía el riesgo de incendios y, como una amenaza velada, el peligro de que los vecinos o el mismo ayuntamiento «nos llamaran la atención».
Cada junio asistía atónito a lo que vivía como una amputación, una pérdida dolorosa y frustrante de color, de luz, de movimiento, de belleza… y hacía extensible mis sentimientos a quienes perdían conmigo todo lo que la pradera les ofrecía, justo en el momento más glorioso del año: alimento, refugio, un espacio para la reproducción, etc. Hasta las lluvias de otoño, la parcela al lado de mi jardín era un secarral aplastante.
Este pasado invierno tomé la decisión firme de que aquello no se repetiría. Me vino a la mente el tratamiento que le dan a los pastos en países más habituados a ellos, basado en abrir caminos y perímetros segados acompañados de hierba alta (Miranda Brooks lo hace de forma magistral, por ejemplo). Pensé que igual que en los jardines dibujo parterres de formas redondeadas, podía usar la propia hierba silvestre para crear islas paisajísticas mediante la siega de espacios «negativos» entre ellas. El planteamiento además dejaba a todo el mundo por aquí tranquilo, porque yo seguía desbrozando. Un desbroce selectivo y, de paso, estético.
Las islas van coronadas de árboles frutales y aquí también tenemos encinas, espino albar, phillyreas, robles valencianos, todos de alveolo forestal, fruto de un espíritu reforestador que ya conté hace un tiempo. También está por aquí mi «huerto radical» sin riego, del que sobreviven las acelgas y las alcachofas. Estamos protegiendo por último árboles que nacen espontáneos de semilla, como almendros y Cercis siliquastrum.
No sólo está lleno de vida (ayer vi una culebra atravesar el campo de isla a isla), además parece más jardín que nunca por cómo quedan enmarcadas las hierbas.